domingo, 14 de agosto de 2011

El oro y el plomo



-Por fin- se dijo- por fin lo tengo.
Había invertido tanto tiempo en aquella empresa que prácticamente se puede  afirmar que le dedicó su vida. Hoy, ya un anciano, acunaba celosamente entre las ajadas manos el fruto de todos aquellos años de trabajo. Lo admiraba.
Hicieron falta muchos sacrificios, los días de ayuno fueron tan frecuentes que los gritos del hambre se volvieron apenas un susurro, la piel color café se adhería a las costillas pero la determinación era tan fuerte que las exigencias físicas resultaban estériles. La poca ingesta de alimentos hacía más aguda su percepción del mundo.
Aquel indígena no podía concebir lo importante de su descubrimiento, si alguien obtuviera aquel producto en la actualidad el mundo se volvería un caos. Pero hace cinco siglos, cuando esto ocurrió, obtener el elixir de la vida eterna era una variable que se consideraba posible.
Porque era eso lo que el aborigen había diseñado: una mezcla pastosa y meticulosamente diseñada que le daba la inmortalidad a quien la ingiriese. La había probado con un conejo y los resultados fueron sorprendentes, el animal siguió perfectamente vivo resistiendo incluso la ingestión de un hongo venenoso que podría haber matado un oso grande. Y muy pronto, frente a toda su, tribu en sagrada ceremonia, el anciano iba a probar los efectos de la mezcla en carne propia convirtiéndose así en el primer hombre inmortal, en el alquimista por excelencia. El plomo en oro, diría alguien hoy, una metáfora interesante del hombre ascendiendo a un estado superior.
El anciano indígena miró la cueva en la cual había pasado los últimos meses, aislado del resto de la tribu para poder concentrarse en aquel trabajo, una ráfaga de melancolía lo recorrió, le costaba dejar aquel espacio, incluso ahora que los resultados eran altamente positivos. Reunió sus cosas y emprendió el regreso victorioso, el elixir viajaba en un pequeño cuenco de madera, la invaluable receta, únicamente en la cabeza del anciano.
- Ah, la vegetación es más verde el día de hoy – pensó el aborigen- el agua es más cristalina y los árboles más fuertes- Había más árboles que hombres en el mundo y el equilibrio parecía inquebrantable. Y ahora, para más, podría transitar aquel hermoso paisaje para toda la eternidad.
El bramido hizo volar algunos pájaros que se dispersaron como perdigones cortando el azul celeste, el proyectil de plomo fue a dar en la frente del anciano, el cuenco voló y el elixir se esparció por la tierra húmeda. 
El colono, hombre que se jactaba de tener la mejor puntería del viejo continente, sonrío victorioso. 


- Juro que le dí- dijo el mexicano José Benavídez quinientos años más tarde.
- Ya vamos José – lo apuró su compañero – se debe haber escapado, no es importante- agregó.
- No es la presa lo que me importa- replicó José acariciando su fusil automático con mira infrarroja – es sólo que juro que le dí, juro que maté al puto conejo-.

sábado, 6 de agosto de 2011

Bisagra

(todo lo dicho debajo puede ser cruelmente real)

Hay una cosa que es bien cierta: nadie tiene ganas de visitar una clínica; cuando uno tiene que entrar a una clínica o a un hospital es porque está jodido de algo. La excepción se da, quizás, en los partos. Uno reconoce a las parejas que vienen a parir por sus caras de felicidad, incluso antes de ver la prominente panza que porta la mujer. Aunque, puedo asegurar, también hay casos de futuros padres que desearían estar en una situación muy diferente. 
Entonces, lo primero que debe aceptar una persona que trabaja en una institución de salud- más aquella que se desempeña en admisión de emergencias- es que  ninguna de las personas que atenderá a diario estará allí por placer. Sería más acertado decir que todas llegarán más bien fastidiosas. 

La Clínica Santa Isabel se alza sobre la Avenida Directorio, en el barrio porteño de Flores. Una fachada lujosa nos recibe: vidrios espejados, un amplio hall sobre un suelo que brilla sin descanso; el logo de la institución- un globo azul con una estrella- está empotrado contra una pared de madera clara. Al caer la noche encienden una luz que está dentro del globo, el efecto es encantador: lo baña todo en una palidez azulada. Por dentro, sin embargo, no todo será tan bonito.
Tenemos entonces dos certezas: el lugar es relativamente bueno y el humor de los clientes no lo es tanto. Aquí a los clientes se los llama pacientes, lo cual es a priori difícil de entender, no es la paciencia precisamente lo que los caracteriza. A los curiosos les ahorro la investigación: “paciente” es una deformación etimológica de “padeciente”. 
Disculpen la poca capacidad de focalización, decíamos que el lugar está bastante bueno y el humor de los pacientes es mas bien fiero.  Claro, una cosa lleva a la otra. Alguien se habrá dado cuenta de que el buen trato de la gente es inversamente proporcional al grado de lujo implícito en el lugar. Podríamos discutirlo, no será hoy, sin embargo porque el tema es el siguiente: en un trabajo como éste, de vez en cuando, hay días que te cambian la vida. Y fíjense si no es así, les prometo que, antes de terminar el relato, por mi rostro correrán lágrimas de sangre aunque a esta altura y en este contexto suene a misticismo pelotudo.
Llegué aquel día como llego siempre, observé lo cotidiano.
Los médicos son personajes heterogéneos que pueden clasificarse, a grandes rasgos, en dos grupos: los humanos (generalmente cálidos) y los que se creen dioses, sino allí está el cirujano ése que ante el “¿Cómo le va doctor?” de rigor contesta indefectiblemente “Acá ando, haciendo el trabajo de Dios” El fulano es, cómo negarlo, una eminencia. Cómo negar también que es un pobre tipo. Una vez un negro inmenso lo levantó del cogote a unos veinte centímetros del piso por no sé que problema con la atención de su mujer. Deberían haberlo visto, los zapatitos de gamuza le penduleaban desesperadamente al doctor-divinidad, le castañeaban los dientes ante la cara fea del negro. Poco le faltó para la paliza de su vida o para que el negro lo envíe de vuelta al Olimpo de una soberana patada en el culo. Mas tardé se lo escuchará contar una versión totalmente distorsionada de aquella escena en la que él ensaya un discurso digno de Stallone en una película de clase B. Ya decíamos, un pobre tipo.
La noche -recordemos, será de las que cambian la vida- transcurrió en relativa tranquilidad hasta alrededor de las 2 de la mañana. Ahí se da la primera complicación: Un gordo llega prácticamente arrastrado por sus amigos “Venimos de cenar” dice uno de los acompañantes “y ahora le duele mucho el pecho y no respira bien” agrega. Claro el señor hace caso omiso de sus casi setenta años, va y se atiborra de comida –alguien dirá horas después “morfó como un caballo”- supongamos que tomó también alcohol y que, en agradable clima amistoso, se rió en demasía. El diagnóstico no puede ser otro que IAM: Infarto Agudo del Miocardio, lo reconozco por el correr de los médicos, por el fraguar de sus herramientas, por ese beep agudo e intermitente al que se nos sujeta la vida.
Se muere, no se muere.
Se muere, no se muere.
Oscila sin saber de que lado caerá. De un lado te llevás los dos premios, uno ahora, el otro llegará algún día. Del otro lado es ese y, chau, se terminó.
Es válido contar que los amigos, excepción hecha de uno que esconde la cabeza entre las manos, están mirando la repetición de un partido de la Liga mexicana de fútbol, Fox Sports transmite esa basura a la madrugada. “Ese negrito la mueve” dice uno en referencia a un siete con gambeta endemoniada. “Uhhh si lo mete me muero” exclama otro luego de un tiro desde treinta metros.
Inoportuno, sin tacto, el que se muere es tu amigo. O casi. Saldrá sin embargo, esta vez no le toca. Pero casi, y la culpa es de la orgía de comida que se pegaron, no de un mexicano osado que patea desde cualquier parte a ver si emboca.
Pero para que el hombre zafe, para que decida morir otro día falta casi una hora. Todavía se pulsea con la parca, el gordito.
La segunda complicación, la que nos incumbe, llega unos diez minutos después. Solo, casi agachado se para tambaleante en el umbral de la entrada a la guardia. Lo primero que advierto son sus ojos: brillan violentamente, casi me hablan. Me piden ayuda. 
Me pongo de pie, el mostrador sólo me dejaba ver la cara del tipo. Pero ahora, parado, lo veo bien: está bañado en sangre. 
Aquí, un humano, uno simple y bastante cagón, se debate muchas cosas en un momento así. ¿Lo cargo como hacen con los soldados en las películas? No, querido esto no es Hollywood, miralo, está lleno de sangre. Podés contagiarte hepatitis o cualquier otra cosa. No lo toques.
Pero podés, también, contagiarte de culpa. Recordemos lo siguiente: Los dos médicos de guardia y el enfermero están luchando contra el Infarto. Quizás vayan perdiendo.
Dejalo morir boludo, y enfermate de culpa, dale. La culpa te va a ganar el cuerpo como una enredadera negra, va a llegarte hasta el corazón. Más vale morite de una hepatitis decente, de hombre con huevos. (Lo estoy llevando hasta el Shock Room, cuando me resigno a esto)
Lo que sigue es todo un griterío, no entiendo nada sinceramente, estoy con mi pobre alma girando como un trompo entre dos tipos que se están muriendo, con mi ignorancia medicinal a cuestas. Con mis ambiciones periodísticas estériles. 
Llega otro médico, bajó de terapia a socorrer el escándalo, le abre las ropas al ensangrentado: tres puñaladas. El tipo casi no respira. Jadeo, jadeo, jadeo. Le insertan un tubo y otro más. El médico me grita, pero no lo oigo, estoy como ido. “Ponele las manos así en el pecho” me llega de repente “Andrés, escuchame, el paciente se muere. Cuando yo te diga empuja con las dos palmas huecas, como bombeando” El tipo gorjea patéticamente. “Ahora. Uno, dos” dice el terapista.
Alguien lo hace, no soy yo por supuesto. Yo lo veo desde afuera, pero son mis manos. Es mi cuerpo el que está trabajando ahí. Todo gira. En algún momento el hombre respira, se estabiliza. 

Afuera, tres minutos después, lloro como nunca antes lo hice en mi vida. Las manos ensangrentadas. El reloj tiene costras secas entre los eslabones de la muñequera. En algún momento me toqué la cara y ahora lágrimas de sangre salobre me surcan el rostro –se los dije- El médico, Javier se llama aunque poco importe, me palmea la espalda. Jamás fumé pero acepto el rubio que me ofrece, lo prendo y es un asco: toso como un perro. Lo del cigarrillo fue una pendejada, un cliché de película. El héroe que fuma. Se ve que el tabaquismo no aplica a los pendejos cagones.

El tiempo pone casi dos semanas entre el apuñalado y el presente. Un té se enfría en la mesa en un día como cualquier otro. Del sector de internaciones baja un hombre, una señora lo ayuda; caminan despacio.
Es él, parece otra persona pero es él, nuestras miradas se cruzan. Suelto un "¿Cómo le va señor?" quizás demasiado enérgico, se habrá creado un vínculo, deduzco. Me regala un "buenas noches" seco, a la defensiva, sorprendido ante mi efusividad. ¿Acaso no se acuerda? Me miro las manos. Su actitud me parece una mierda. ¿Acaso no sabe quién soy? Si yo fui quién...
Paro, me interrumpo.
¿Caeré en la soberbia que, líneas atrás, critiqué?
Caigo, soy humano. Y, ahora lo descubro, soy también soberbio.
La actitud del tipo no es la que se debería tener con alguien que te salvó la vida. 

jueves, 4 de agosto de 2011

Venecia

De niño, cuando me hablaban de Venecia, jamás hubiese imaginado que Buenos Aires correría igual suerte. 
Ahora el botero recorre las calles de Barracas, que aún conservan parte de su encanto. Más allá esta la nada, una gran parte de San Telmo tuvo destino de Atlántida, su vieja infraestructura sucumbió a la erosión en pocos años. Se perdió para siempre en las aguas.
- ¿Aún toma mate? - me pregunta el botero.
- Que si tomo- le respondo.
Me conoce, quizás hasta leyó alguno de mis libros. Sabe de mi exilio español y hasta me perdona alguna sutil pincelada de gallego que a esta altura se me ha pegado. España me adoptó, me abrazó como abraza una madre. O como supongo yo, que una madre debe abrazar. El botero se llama Jesús y se gana el pan- como tantos otros- llevando gente a recorrer Buenos Aires en su bote. La nave es pequeña pero cómoda y exhibe, como acostumbran, un mascarón de proa con alguna temática autóctona. Jesús tiene una Mafalda.
El primer mate está demasiado caliente, me deja la lengua con esa sensación horrible que sé que va a durar hasta mañana. Quizás fui yo, que le perdí la costumbre. Mientras tanto el bote deja atrás lo que era Avenida Garay y dobla por la vieja Entre Ríos. Esta parte está casi intacta, el agua está unos cuantos metros por encima del asfalto así que todo parece más bajito pero la esencia se mantiene.
- ¿Conoce esta zona señor? -Jesús intenta retomar la charla.
- Vaya si la conozco- le digo- aquí he terminado la escuela, hombre.
Y es cierto, aunque no queda mucho del Colegio Estrada, me invade una melancolía venenosa. Me froto las manos, estas manos de hombre mayor donde comienzan a salir algunas manchas de vejez. El segundo mate me recuerda lo mejor de la infusión justo cuando llegamos al Congreso: enorme, imponente, la cúpula parece al alcance de la mano esta vez. Los personajes que ornamentan el edificio se han podrido y muestran un aspecto siniestro. Se me ocurren varios chistes políticos que decido reservarme.
Avanzamos, el silencio es roto únicamente por el sonido que hacen los remos con los que Jesús apuñala el agua, hace algunos años esta parte de la ciudad era un ruido permanente. Hoy ya no hay nada, sólo turistas. Por allí anda otra embarcación, adivino un Gardel en su proa. Digo adivino porque el tallado es pésimo y bien podría ser un Maradona con sombrero.
Llegamos por fin a Avenida Corrientes y yo empiezo a recordarte, Jesús se da cuenta y me da la espalda, me regala privacidad y aminora la marcha. Me conoce, sabe mi historia, ahora lo sé. Sabe de mi amor por vos, sabe de mi huida a España, sabe que fui a buscarte y que jamás te encontré, sabe que te perdí por idiota y, sobre todo, sabe que estamos a un par de remadas de llegar a ese café- Corrientes y Uruguay- donde empezó nuestra historia. No vale la pena recordar como terminó. Jesús se da vuelta y me alcanza un pañuelo, me aprieta el hombro como dándome fuerzas. Él sabe que trabaja gracias a mí. Sabe que fui yo quien cubrió la ciudad de agua, llorándote como un loco, ahogando con mis lágrimas el tango de la mítica Buenos Aires, derruyéndolo todo por completo.