domingo, 30 de octubre de 2011

Porno (del bueno)

Ya que vamos a invadir su intimidad, otorguémosle cuando menos el anonimato. El protagonista será ‘el muchacho’, su nombre es un detalle que no incide en el hilo de la historia.
Ha llegado el año 2064 y no hay autos voladores, la comida no viene en cápsulas ni es posible teletransportarse. Aquellos que hoy se ilusionan con un futuro estilo Jetsons, se sentirían decepcionados. El mundo es más o menos la misma mierda que vemos hoy, sólo hay que sumarle la consecuente degradación de casi todas las cosas.  
El muchacho camina por calle Honduras, encapuchado, las manos en los bolsillos, apura el paso. La paranoia ha hecho mella en él y con razones: está a punto de violar una ley. El hecho podría condenarlo a un par de años de prisión.
Plaza Serrano se volvió algo así como un panal de putas, las hay de todo tipo. El muchacho ni las mira. A su izquierda una pantalla gigante emite escenas pornográficas, la industria del sexo se fue reinventando. La sexualidad es como un pantalón: una vez forzado hasta cierto punto queda estirado, aunque luego es fácil volver a llevarlo hasta ese punto. Y hay que innovar. La película que puede verse en la pantalla gigante hoy sería considerada ridícula, en 2064 es lo que la gente quiere ver: hay un enano albino y diabético penetrando una rubia disfrazada de pavo real.
El muchacho esquiva la plaza y dobla por una cortada. Pasa por la puerta de un Bar en donde las mozas –apenas vestidas- ofrecen café y mamadas por un módico precio. En las casas, la gente empieza a amontonarse para ver el reality show de travestis que reina en el prime time.
Al fin llega a destino, una casa ordinaria de fachada antigua. El muchacho sabe lo que debe hacer, conoce el código: tres timbres cortos, uno largo y el último, cortito otra vez. Espera, la ansiedad lo consume.
Un gordo en pijama asoma la cabeza. El muchacho es cliente, el gordo alivia el gesto al verlo, el riesgo de comerciar aquel tipo de mercadería hace que el gordo viva al límite del infarto. El muchacho paga, esconde el paquete que le da el gordo en la campera y desanda rápido el camino a casa, le tiemblan las piernas, los latidos son un bombo legüero en negras.
Una vez en su habitación traba la puerta, le ha dicho a su madre que iba a mirar un gang bang por internet. La mujer no sospecha. El muchacho desarma el paquete y extrae el contenido, se dispone a analizarlo: al parecer, esta vez, el escrito es de un gendarme que le promete a su novia que va a volver, le pide que le espere, le asegura un futuro, una vida, una casa.

En Palermo el gordo escucha el resonar de muchas botas y sabe que le llegó la hora. Lo descubrieron. Lo enjuiciarán por la prohibida actividad de vender cartas de amor a una minoría exótica. Ellos no entienden que la pornografía no existe si no hay prohibición, que la restricción hace al deseo.
Nosotros no entendemos como hay cosas tan buenas que aún no han sido prohibidas.

viernes, 28 de octubre de 2011

Hamelin

Cuando el Rey gritaba, la corona se agitaba en su cabeza y daba la impresión que iba a caerse de allí de un momento a otro. Y aquel Rey gritaba muy seguido.
Los vinos más caros del Mittelrhein solían alienarlo por completo y era capaz de mandar a la horca a un centenar de hombres durante una mala tarde.
El monarca era la persona más inmunda del reino, un cerdo autoritario y caprichoso que, entre orgía y orgía, dictaba la suerte de una importante cantidad de gente.
Aquella tarde se celebraba una fiesta, la plaza de armas estaba dividida en dos por una fila de guardias. De un lado la realeza se movía entre mesas cubiertas de la mejor comida, duques, barones y señores debatían en la zona alrededor del trono, ubicado en el descanso de una escalinata, desde donde el Rey lo veía todo. Del otro lado estaba el pueblo que bailaba, pañuelo en mano, borracho de cerveza barata. Las mujeres portaban trenzas, los hombres se desabrochaban los tiradores.
Fue todo música de un lado y atiborro de comida del otro hasta que uno de los guardias atrapó un niño queriendo robar comida de la mesa real. El pequeñito estaba descalzo y sucio, el hambre- pésimo consejero- lo había envalentonado y de no ser por algunos vasos que cayeron sonoramente se hubiese hecho con aquella portentosa hogaza.
El niño fue llevado ante el Rey, quien exhibía un pavoroso estado de ebriedad:
-¿Acaso no os alcanza lo mucho que os doy?- el Rey hablaba al pueblo a través del pequeño -Permito que citen su inmundicia a mis fiestas, que beban de mi cerveza y me retribuyen con fechorías. ¡¡No os alcanza nada!! Ejecuten a ese pequeño bribón.
El pueblo se volvió un silencio de muerte, la madre del pequeño se desprendió del gentío y rogó por la vida de su hijo, pidió que la tomen a ella, dijo que el pequeño sólo tenía hambre. Aquello fue un grave error, porque cuando la mujer mencionó la falta de comida, las entrañas del pueblo reclamaron, todos gritaron a causa del hambre.
- ¡¡Que ejecuten a los dos!!- gritó el Rey al observar aquella reacción y se puso de pie para bajar la escalinata, para pasearse ante la gente - También será ejecutado aquel que no se arrodille ante mí.
Fue instantáneo, el pueblo casi en su totalidad se puso de rodillas, excepción hecha de un anciano.
El anciano era uno de los personajes más extraños del pueblo, todos lo conocían. Sin embargo nadie había cruzado palabra con él, se trataba de un ermita que vivía en la más absoluta pobreza en las afueras de la ciudad. Un viejo alto y desgarbado, vestido con unos jirones que alguna vez habían sido coloridos. En su ojos azules se advertía algo como una melancolía, un peso de esos que se llevan como un yugo inquebrantable.
- ¿No puedes arrodillarte, viejo? - croó el Rey ante el desplante- ¿No me estarás desafiando verdad?
Entonces el viejo habló, creo que ninguno de los presentes lo habíamos escuchado pronunciar palabra nunca.
- No mate al niño, su Majestad- dijo sin más.
El Rey no cabía en su sorpresa.
- ¿Qué te hace pensar tomaría órdenes de un viejo andrajoso?
- No es una orden su Majestad, es un consejo. No podrá Usted jamás dar el esquinazo a la culpa.
Una  sonora carcajada Real desató una seria de risas de compromiso.
- Colgad al ladroncillo, a la madre y al anciano loco- Y, dirigiéndose al pueblo -Ustedes, continuad bailando, que estamos en fiesta.

Fue ahí que el anciano gritó:
- ¡Su majestad! -
El Rey se dio vuelta al tiempo que el viejo extraía algo del bolsillo, el centenar de guardias desenvainó sus espadas ante la posibilidad de una daga asesina pero, en cambio, el anciano extrajo una viejo oboe.
- Me asedia cien veces el peso del crimen que Usted está a punto de cometer, ha sido demasiada muerte para tan poca vida - dijo el viejo y comenzó a soplar el instrumento.
Una música embriagadora como el más dulce de los licores brotaba de aquel oboe, y el Rey se abrió paso en dirección al músico que retrocedía lentamente, el resto del pueblo estaba flotando sobre las notas, hechizado por aquella soberbia melodía. Fuimos siguiendo al Rey y al anciano a una distancia prudente. Lentamente, en dirección al río.
Y así, en aquella noche de fiesta, el tirano y el flautista de Hamelin  se dejaron abrazar por el río Weser. El monarca dejó al pueblo en mejores manos, el anciano lavó sus culpas por lo acontecido tantos años atrás.