viernes, 9 de septiembre de 2011

Excalibur

A Daniela A. Fernández Blanco, que no me irá a resistir un cuento de gatos.

Arturo tirita de frío, el esqueleto se le convulsiona, se agita en pequeños espasmos. Este Arturo es el antiguo, el medieval, el otro Arturo sufre el calor de una Buenos Aires contemporánea. El otro- el del calor- intenta atrapar unos pequeños sorbos de agua de un bebedero en una plaza de Almagro.
Uno es ficticio y el otro quizás, uno será el Rey por antonomasia en la literatura inglesa y el otro llegará a ser un contable más bien mediocre. Sin embargo, los dos están a punto de encontrar que son especiales, elegidos, distintos.
El primer Arturo está a dos hombres de llegar a la espada, la famosa espada en la piedra que ya ha desechado a un centenar de hombres fuertes. La mítica Excalibur. Aquel que logre sacarla de la roca helada será coronado Rey de Inglaterra, título que en ese entonces era mucho más importante que hoy. Aunque quizás no tanto como lo fue después, en ese momento las islas eran, más bien, un manojo de dinastías enfrentadas.

Volvamos a la Buenos Aires actual, donde el otro Arturo, acompañado de tres amigos, encuentra un hermoso gato. El animal, agazapado, observaba como una veintena de palomas se debatían unas migas. Uno de los chicos se acerca a acariciarlo, el gato es arisco, un gato bonito pero callejero, el niño se trae un respetable arañazo en la mano como souvenir. Arturo observa la escena, está maravillado con aquel gato. Piensa que daría lo que fuera por tener aquel animal como mascota.

Sir Geoffrey Lodge avanza hasta la espada, el gesto soberbio, se sabe uno de los hombres más fuertes del reino. Toma la empuñadura con una naturalidad que hace creer que la hoja fue forjada a su medida, apoya su bota de piel de ciervo en la roca y tira.
Nada.
Ni se mueve.

-Lo voy a cagar a patadas- dice el chico que acaba de ser arañado y enfila en dirección al felino. 

Una mano lo agarra del cuello de su camiseta de fútbol. Es Arturo -el otro, no el de la espada- le dice que deje al gato tranquilo, que no si no ve lo hermoso que es, que el arañazo se lo gano por boludo, que como se le ocurrió ir a joderlo. Que el gato a mí me va a querer, que no se ría, que me va a querer.



La escupida  de impotencia de Sir Lodge le cede el turno a Arturo, algunos dicen que llegó allí como escudero y no se cuántas otras cosas. Yo les digo que Arturo no se hubiese perdido la oportunidad de intentarlo por nada del mundo, serán ustedes como siempre los que elijan qué creer.
Arturo avanza, algunos lanzan unas risotadas irónicas. Arturo es flaco, más bien encorvado, su complejidad no da mayores esperanzas acerca de su fuerza. Sin embargo, él va a intentarlo y, como bien sabemos, lo conseguirá.

El gato estudia a Arturo con atención, los reflejos listos para correr si hace falta, las uñas afiladas por si aquel extraño amerita el zarpazo. Espera, sin embargo.
Arturo acaricia al animalito, la conexión es inmediata, el arqueo de la columna del animal le indica que ya es suyo. 

La espada se mueve. Carajos se mueve grita alguien y los siguientes gritos son para vivar al Rey. Arturo levanta a Excalibur sobre su cabeza, el elegido es él. La espada ha hablado, señores. El pueblo se pone de rodillas.

En Almagro, el otro Arturo camina con su gato, nadie lo aplaude, nadie se arrodilla. Simplemente caminan juntos hacia casa sin saber que ganarse el amor de un gato no es para cualquiera, es como sacar una mítica espada de una roca- cada gato es una Excalibur- es coronarse Rey aunque no le importe a nadie.

viernes, 2 de septiembre de 2011

Cigarras



Vanitas vanitatum omnia vanitas


La pared estaba cubierta de sonrisas, una buena cantidad de fotos enmarcadas la decoraban. En ellas se repetía un protagonista: el hombre que ahora agonizaba en aquella habitación. En algunas de las fotografía se lo veía joven, en otras estaba más parecido a la versión actual. Pero lo notable era que en todas las imágenes estaba acompañado por una personalidad diferente, cada cual más importante que la anterior.
 Y si esto era valioso, qué decir del cuadro de Dalí que colgaba frente a la cama; regalo recibido de manos del propio Salvador. Para completar la escena había un mueble repleto de diplomas y premios. La luz solar que se colaba por la ventana le arrancaba brillos a una medalla con el perfil de un hombre que portaba un barba tupida. 
El anciano escritor había tenido una gran vida, era imposible negarlo. Sin embargo había llegado el momento de morir, de enfrentar algo nuevo. Porque, bien lo había dicho Borges, si no hay vida después de la muerte, la nada misma sería también una novedad absoluta.
Los medios hablaban de un estado de salud delicado, pero lo hacían por respeto. Todos sabían la verdad y él, el señor de las palabras, no dudaba en llamar a la muerte por su nombre. El escritor amaneció y supo enseguida que aquella era su última mañana. Enseguida se sintió dichoso de poder transcurrirla en su casa.
- ¿Le prendo la tele? - le preguntó la servicial Dora ni bien advirtió que había despertado.
- No, Dorita, que necesito pensar- contestó amablemente - Pero le aceptaría un amargo - añadió.
Sonrió al recordar lo que había escrito Hernán Casciari sobre la tevé, el mate y pensar. 
Una vez que la mucama se retiró a la cocina el anciano supo que era el momento de actuar, debía ser rápido si quería conseguirlo, lo del mate había sido una distracción. Dora no le hubiese permitido jamás levantarse, ni hubiese entendido cuán vital era aquella necesidad.
 El anciano lo había tenido todo, dinero, mujeres, fama, el amor de una familia, dos hijos hermosos, reconocimiento internacional. Pero ansiaba algo más, un último capricho y estaba a punto de conseguirlo.
Caminó a los tumbos hasta la puerta que daba hacia afuera, logró abrirla y salió al balcón. Aferró sus dos manos, como ganchos marchitos, a la baranda y se asomó levemente.

Abajo había una buena cantidad de gente que había improvisado una vigilia al enterarse de que el escritor estaba gravemente enfermo. Gente que lo admiraba profundamente, personas a quienes los libros que el hombre había escrito les cambiaron la vida. Una de estas personas lo vio asomarse y se puso de pie, enseguida el centenar que lo acompañaba lo imitó, la reacción era inminente.

Arriba el anciano disfrutó del silencio previo al estallido, el ambiente se tensó como la cuerda de un arco y entonce ocurrió: El multitudinario aplauso se elevó como un coro de cigarras, abrazando el alma del anciano escritor. Fue así que el hombre se dejó morir, con el sonido más hermoso que supo conocer, con aquel retumbar de palmas como salva de despedida, como una gloriosa marcha fúnebre.