lunes, 27 de febrero de 2012

¿Qué me pongo?



Una vez más, no sabía qué ponerme. Esa duda oligofrénica, ese interrogante pelotudo que confirmaba mi condición de minita, característica que mi afición por el fútbol y los videojuegos se habían encargado de poner en tela de juicio.
Esta vez la indecisión era meritoria, se trataba de una ocasión especial: tras siete meses de noviazgo, Fernando venía a comer a casa. No eran las habilidades culinarias de mamá lo que me preocupaba, sino lo molesto que se ponía mi papá. Mi viejo era bueno, pero las dos veces que llevé un novio a casa se encargó de agotarlo con preguntas pelotudas. Incluso a mi noviecito de primaria, le preguntó cuáles eran sus planes conmigo. El pobre pibe no sabía que decir, era un nene, ¿qué planes iba a tener? tocarme una teta como mucho, no sé.
Pero con Fernando era distinto. Por primera vez en mis veinticinco años estaba enamorada. Muy. Fernando era un adonis, la verdad es que no entendía por qué se había fijado en mí, además era súper educado, atento y se mostraba interesado por todos los aspectos de mi vida, incluso los más nimios. Trabajaba en no sé cual subsecretaría del Estado y tenía un futuro prometedor. Mi familia era nómade, nunca vivíamos mucho más de dos años en el mismo lugar y mi intención era quedarme en Buenos Aires con Fernando la próxima vez que mi familia se mudara.
Aquel día bajé temprano y hablé con mamá, le pedí que por favor moderase la pelotudez de mi padre.
- Si ves que empieza a preguntarle si quiere tener varones, cambiale de tema, traé el postre. No sé, hacé algo -le dije.
- Quedate tranquila- me dijo. Pero pedía mucho.

Fernando llegó temprano, enseguida supe que el vestidito que había elegido no era demasiado elegante y hasta combinaba con su traje. No quiso sacarse el saco, eso me hizo pensar que para él también la ocasión era importante y que quería dar una gran impresión. Me sentí reconfortada.

La cena iba bien, papá hablaba poco. Tocaron temas de interés general y hablaron de fútbol, por suerte los dos varones simpatizaban por el mismo equipo y eso siempre genera alguna afinidad.
Entonces papá preguntó:
- ¿Estudiás Fernando?
- Sí, Julio -contestó, ya que así se llamaba mi padre- administración de empresas.
- ¿Y de qué pensás trabajar?
- No lo sé todavía.
Mi viejo cargó fuerte esta vez.
- ¿Te imaginarás que no voy a dejar mi hija en manos de un improvisado, no?
- No, por supuesto -dijo Fernando algo molesto.
Miré a mamá como pidiéndole auxilio, ella se levantó y dijo que iba a buscar el postre, pero papá continuó su interrogatorio, implacable:
- ¿Y ahora a qué te dedicás?
- ¿Y usted a qué se dedica Julio? - respondió Fernando, su gesto había cambiado notablemente. Yo deseaba que mamá se materialice de forma urgente con el helado.
- Yo soy agente de seguros, Fernando- dijo papá.
Y justo cuando mi madre volvió al comedor con el postre, Fernando exclamó aquellas palabras que iban a marcar un antes y un después en mi vida:
- A mi no me mienta, Julio.

Aparecieron tipos de todos lados, entraron por la ventana, bajaron desde el segundo piso. Mamá dejó caer el helado y yo busqué protección en los brazos de Fernando. Fue ahí que vi como mi novio extraía una pistola automática y la ponía en la frente de mi padre.
- Julio “Barracuda” Guzmán - dijo Fernando - Llevamos años siguiéndote, hijo de puta.
Justo en ese momento un agente pelado me tomó desde atrás y me llevó a la cocina. Allí me explicó que mi padre era uno de los representante más importante de un cartel colombiano de droga y no sé cuántas cosas más, yo estaba pensando que me había vestido demasiado elegante para cenar un arresto y digerir una vida de mentiras.

lunes, 20 de febrero de 2012

Llegando

A Gsau


Estamos llegando. Mi espada está hastiada de sangre, la armadura se ha oxidado por la lluvia y el frío en el campo de batalla. Camino y soy inercia, es la voluntad que me ha ganado la carne y no sabría decir cuándo.
El césped es verde oscuro y parece infinito, la colina parece el abdomen de un gigante de terciopelo. Sobre nosotros, el cielo es un manto gris oscuro y parece tan cerca que en cualquier momento podría desprenderse y cubrirnos para siempre.  
Mi ejército está cansado, los hombres – los que no han quedado dispersos en aquel campo sin Dioses – caminan conmigo. Vamos llegando. Nuestro estandarte se agita a merced del viento que silba violentamente, un hombre con armadura negra lo mantiene en alto. Lo miro y me dedica una sonrisa de victoria. La victoria ha de ser el alivio por antonomasia.
Nuestros caballos están flacos y nos igualan en agotamiento, ellos también marchan hacia el silencio de la paz.
Sobre el horizonte comienzan a dibujarse las siluetas de nuestra ciudad. Los hombres gritan, lloran al saberse en su tierra, se regocijan el olfato con el aroma de los suyos. Nuestro ejército es un puño apretado. Yo encabezo la procesión en silencio. Voy desprendiéndome de mi yelmo, lo dejo caer a la hierba con un ruido sordo. No voy a necesitarlo, no pienso volver a la guerra. El pelo se me ha pegado a la frente por el sudor, la barba me invadió el rostro. Los ojos han bebido la muerte.
Entramos a la ciudad y nos vitorean con furia, me trago las lágrimas. No somos héroes, el camino ha sido duro, hemos castigado nuestros dientes con el mendrugo del miedo. Pero aquí estamos y tenemos la vida, así que supongo que esto es ganar.
Entramos al castillo. Hemos llegado. Somos nosotros: los sobrevivientes, los heridos, los fieles. Te saludamos Reina, alabamos tu nombre en los dos o tres idiomas que conglomera nuestro ejército. Te entregamos nuestro servicio incondicional. Hemos venido a buscar tu bendición.
Al verte todo se vuelve silencio, me adelanto con solemnidad, no me atrevo a mirarte a los ojos. Apoyo una rodilla en el suelo. Me entrego a vos, aún tengo la soberbia de pensar que en algún momento pude elegir otra cosa.
Te doy mi vida. Ahora. Ayer. Siempre.

lunes, 6 de febrero de 2012

Mademoiselle París


Mademoiselle París, como le gustaba hacerse llamar, estaba desalineada; tanto como una puta vieja puede estarlo: la tintura de color amarillo chillón no lograba su cometido por completo y las raíces negras se podían adivinar como un aura oscura cubriendo aquel cráneo quizás demasiado ovalado. El rouge era de un rosa infantil y, si su uso se hubiese limitado a los labios, hasta podía ser considerado elegante; de todas maneras dichos labios no ocultaban una sonrisa primorosa, las piezas dentales erosionadas por el café, el tabaco y el alcohol que lograba escamotear eran como teclas desvencijadas. Apenas un trozo de tela ocre perlado cubría el centenar de kilos del cuerpo de la mujer, unas pequeñas lentejuelas centelleaban al ser heridas por la luz, el conjunto parecía un árbol de navidad grotesco, de mal gusto.
El casino de Tigre, al borde del río, era un buen lugar donde perder el dinero. Buen servicio, luces, ruido, prostitución a todos los niveles; una metrópolis mierdosa y corrupta que ofrecía un amplio abanico de personajes despreciables. Por aquellos salones se paseaban criminales, adictos, pobres tipos que iban a regalar las pocas monedas que no destinaban al alcohol; también había gente común, claro, aunque eran la minoría.
El gordo Luciani no entraba en dicha minoría: era un tipo de mierda. Con un pasado tan oscuro como las bolsas que colgaban por debajo de sus ojos, el gordo acudía cada martes de manera incondicional al lúdico establecimiento ataviado con su mejor corbata una cinta marrón que apestaba a naftalina- la de la suerte solía croar, casi tan efectiva como una pata de conejo.
Aquella noche se sentía bien, rejuvenecido; minutos atrás había apurado unas empanadas de carne picante con un vino barato. Los demonios del alcohol lo invadían hasta el punto ideal, el mundo era perfecto. Para más, sentía que la suerte estaría de su lado aquella noche. Se veía a sí mismo volviendo a casa con los bolsillos llenos. Así, caminaba contento en un permanente balanceo, tarareando su tema preferido: una canción jinglera de los 70.
Y este planeta es una casualidad fisicoquímica que se nutre de pequeñas casualidades. Allí estaba Mademoiselle París que, a pesar del jaleo aturdidor del ambiente, logra captar la melodía que el obeso hombrecillo paladeaba entre dientes. Un espasmo nervioso recorrió a la mujer Es él se dijo es ese hijo de puta. Un viaje mental retrotrajo a la mujer a poco más de tres décadas, a aquellos días de tortura y vejaciones, de humillación e infinitas invasiones genitales; esos días de eterno arrepentimiento de su militancia política.
El gordo Luciani era apenas el cochero y amo de llaves de aquel sector de El Campito el centro de detención clandestina que era común denominador de las pesadillas de aquellos que lograron salir. Apenas el cochero, pero también el más hijo de puta.
La mujer comenzó a temblar, aquello no podía ser real. Se acercó lenta, prudentemente hasta tener la posibilidad de cerciorarse. El ambiente se alternaba. La mujer está en el casino y de pronto la escena cambia: ahora se encuentra acostada en un sótano frío, un joven gordo Luciani le bufa en la nuca, las gotas de sudor del tipo le caen sobre la cara y van a mezclarse con la sangre que gotea de su propia nariz.
- No llorés pendeja, si sé que te gusta- dice riéndose Shh callate la boca porque te cago a palos, pendeja de mierda- le susurra al oído.
Ella piensa en la forma más dolorosa de matarlo y entonces su cabeza vuelve al presente, al casino de Tigre, al vestido perlado y a sus cinco décadas de edad. Entonces observa bien al hombre. Definitivamente es él, más viejo pero se le hace fácil reconocerlo: cuando se tiene a alguien tantas veces adentro, resulta imposible sacarlo después.
Ahora la casualidad entraba en juego otra vez, la nueve milímetros del policía con quien la mujer se había encamado horas atrás, latía ruidosamente contenida en el pequeño bolso de cuero blanco. Teneme el fierro gordita- le había pedido el cana, uno de sus clientes habituales Paso a la noche por el casino y me lo llevo ¿dale? Pasa que estos muchachos que voy a ver no pueden saber que soy poli. ¿Entendés?- y ella entendía, claro que entendía.
La reina recién caída sobre el verde paño, le daba algo de setecientos pesos al gordo en apenas la cuarta mano que jugaba, evidentemente era su día de suerte. Además, una mujer vieja aunque cojible- pensó,  se había acercado mirándolo sin disimulo y ahora le deslizaba un impúdico dedo por la espalda. Sintió la uña deslizarse cuesta abajo por la espina dorsal, y luego el caño frío apoyarse sobre la calva nuca. Alguien gritó y, antes de que el gordo pudiese entender, Mademoiselle París, como le gustaba hacerse llamar, tiró del gatillo y se liberó de mucho, mucho más de lo que la mayoría de las personas puede entender.