viernes, 2 de septiembre de 2011

Cigarras



Vanitas vanitatum omnia vanitas


La pared estaba cubierta de sonrisas, una buena cantidad de fotos enmarcadas la decoraban. En ellas se repetía un protagonista: el hombre que ahora agonizaba en aquella habitación. En algunas de las fotografía se lo veía joven, en otras estaba más parecido a la versión actual. Pero lo notable era que en todas las imágenes estaba acompañado por una personalidad diferente, cada cual más importante que la anterior.
 Y si esto era valioso, qué decir del cuadro de Dalí que colgaba frente a la cama; regalo recibido de manos del propio Salvador. Para completar la escena había un mueble repleto de diplomas y premios. La luz solar que se colaba por la ventana le arrancaba brillos a una medalla con el perfil de un hombre que portaba un barba tupida. 
El anciano escritor había tenido una gran vida, era imposible negarlo. Sin embargo había llegado el momento de morir, de enfrentar algo nuevo. Porque, bien lo había dicho Borges, si no hay vida después de la muerte, la nada misma sería también una novedad absoluta.
Los medios hablaban de un estado de salud delicado, pero lo hacían por respeto. Todos sabían la verdad y él, el señor de las palabras, no dudaba en llamar a la muerte por su nombre. El escritor amaneció y supo enseguida que aquella era su última mañana. Enseguida se sintió dichoso de poder transcurrirla en su casa.
- ¿Le prendo la tele? - le preguntó la servicial Dora ni bien advirtió que había despertado.
- No, Dorita, que necesito pensar- contestó amablemente - Pero le aceptaría un amargo - añadió.
Sonrió al recordar lo que había escrito Hernán Casciari sobre la tevé, el mate y pensar. 
Una vez que la mucama se retiró a la cocina el anciano supo que era el momento de actuar, debía ser rápido si quería conseguirlo, lo del mate había sido una distracción. Dora no le hubiese permitido jamás levantarse, ni hubiese entendido cuán vital era aquella necesidad.
 El anciano lo había tenido todo, dinero, mujeres, fama, el amor de una familia, dos hijos hermosos, reconocimiento internacional. Pero ansiaba algo más, un último capricho y estaba a punto de conseguirlo.
Caminó a los tumbos hasta la puerta que daba hacia afuera, logró abrirla y salió al balcón. Aferró sus dos manos, como ganchos marchitos, a la baranda y se asomó levemente.

Abajo había una buena cantidad de gente que había improvisado una vigilia al enterarse de que el escritor estaba gravemente enfermo. Gente que lo admiraba profundamente, personas a quienes los libros que el hombre había escrito les cambiaron la vida. Una de estas personas lo vio asomarse y se puso de pie, enseguida el centenar que lo acompañaba lo imitó, la reacción era inminente.

Arriba el anciano disfrutó del silencio previo al estallido, el ambiente se tensó como la cuerda de un arco y entonce ocurrió: El multitudinario aplauso se elevó como un coro de cigarras, abrazando el alma del anciano escritor. Fue así que el hombre se dejó morir, con el sonido más hermoso que supo conocer, con aquel retumbar de palmas como salva de despedida, como una gloriosa marcha fúnebre.

2 comentarios:

  1. Es un alegrón que haber citado al Eclesiastés le haya inspirado con tan buen resultado. Parece que voy a tener que comentar en latín de ahora en adelante, aunque de latín yo no sepa un "soretum".

    Spero nos familiares mansuros...

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  2. Jaja es que es cierto, el aplauso es la caricia más grande a la vanidad. Y el premio más preciado.

    Es un placer tenerlo por acá.

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