viernes, 28 de octubre de 2011

Hamelin

Cuando el Rey gritaba, la corona se agitaba en su cabeza y daba la impresión que iba a caerse de allí de un momento a otro. Y aquel Rey gritaba muy seguido.
Los vinos más caros del Mittelrhein solían alienarlo por completo y era capaz de mandar a la horca a un centenar de hombres durante una mala tarde.
El monarca era la persona más inmunda del reino, un cerdo autoritario y caprichoso que, entre orgía y orgía, dictaba la suerte de una importante cantidad de gente.
Aquella tarde se celebraba una fiesta, la plaza de armas estaba dividida en dos por una fila de guardias. De un lado la realeza se movía entre mesas cubiertas de la mejor comida, duques, barones y señores debatían en la zona alrededor del trono, ubicado en el descanso de una escalinata, desde donde el Rey lo veía todo. Del otro lado estaba el pueblo que bailaba, pañuelo en mano, borracho de cerveza barata. Las mujeres portaban trenzas, los hombres se desabrochaban los tiradores.
Fue todo música de un lado y atiborro de comida del otro hasta que uno de los guardias atrapó un niño queriendo robar comida de la mesa real. El pequeñito estaba descalzo y sucio, el hambre- pésimo consejero- lo había envalentonado y de no ser por algunos vasos que cayeron sonoramente se hubiese hecho con aquella portentosa hogaza.
El niño fue llevado ante el Rey, quien exhibía un pavoroso estado de ebriedad:
-¿Acaso no os alcanza lo mucho que os doy?- el Rey hablaba al pueblo a través del pequeño -Permito que citen su inmundicia a mis fiestas, que beban de mi cerveza y me retribuyen con fechorías. ¡¡No os alcanza nada!! Ejecuten a ese pequeño bribón.
El pueblo se volvió un silencio de muerte, la madre del pequeño se desprendió del gentío y rogó por la vida de su hijo, pidió que la tomen a ella, dijo que el pequeño sólo tenía hambre. Aquello fue un grave error, porque cuando la mujer mencionó la falta de comida, las entrañas del pueblo reclamaron, todos gritaron a causa del hambre.
- ¡¡Que ejecuten a los dos!!- gritó el Rey al observar aquella reacción y se puso de pie para bajar la escalinata, para pasearse ante la gente - También será ejecutado aquel que no se arrodille ante mí.
Fue instantáneo, el pueblo casi en su totalidad se puso de rodillas, excepción hecha de un anciano.
El anciano era uno de los personajes más extraños del pueblo, todos lo conocían. Sin embargo nadie había cruzado palabra con él, se trataba de un ermita que vivía en la más absoluta pobreza en las afueras de la ciudad. Un viejo alto y desgarbado, vestido con unos jirones que alguna vez habían sido coloridos. En su ojos azules se advertía algo como una melancolía, un peso de esos que se llevan como un yugo inquebrantable.
- ¿No puedes arrodillarte, viejo? - croó el Rey ante el desplante- ¿No me estarás desafiando verdad?
Entonces el viejo habló, creo que ninguno de los presentes lo habíamos escuchado pronunciar palabra nunca.
- No mate al niño, su Majestad- dijo sin más.
El Rey no cabía en su sorpresa.
- ¿Qué te hace pensar tomaría órdenes de un viejo andrajoso?
- No es una orden su Majestad, es un consejo. No podrá Usted jamás dar el esquinazo a la culpa.
Una  sonora carcajada Real desató una seria de risas de compromiso.
- Colgad al ladroncillo, a la madre y al anciano loco- Y, dirigiéndose al pueblo -Ustedes, continuad bailando, que estamos en fiesta.

Fue ahí que el anciano gritó:
- ¡Su majestad! -
El Rey se dio vuelta al tiempo que el viejo extraía algo del bolsillo, el centenar de guardias desenvainó sus espadas ante la posibilidad de una daga asesina pero, en cambio, el anciano extrajo una viejo oboe.
- Me asedia cien veces el peso del crimen que Usted está a punto de cometer, ha sido demasiada muerte para tan poca vida - dijo el viejo y comenzó a soplar el instrumento.
Una música embriagadora como el más dulce de los licores brotaba de aquel oboe, y el Rey se abrió paso en dirección al músico que retrocedía lentamente, el resto del pueblo estaba flotando sobre las notas, hechizado por aquella soberbia melodía. Fuimos siguiendo al Rey y al anciano a una distancia prudente. Lentamente, en dirección al río.
Y así, en aquella noche de fiesta, el tirano y el flautista de Hamelin  se dejaron abrazar por el río Weser. El monarca dejó al pueblo en mejores manos, el anciano lavó sus culpas por lo acontecido tantos años atrás.

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