sábado, 6 de agosto de 2011

Bisagra

(todo lo dicho debajo puede ser cruelmente real)

Hay una cosa que es bien cierta: nadie tiene ganas de visitar una clínica; cuando uno tiene que entrar a una clínica o a un hospital es porque está jodido de algo. La excepción se da, quizás, en los partos. Uno reconoce a las parejas que vienen a parir por sus caras de felicidad, incluso antes de ver la prominente panza que porta la mujer. Aunque, puedo asegurar, también hay casos de futuros padres que desearían estar en una situación muy diferente. 
Entonces, lo primero que debe aceptar una persona que trabaja en una institución de salud- más aquella que se desempeña en admisión de emergencias- es que  ninguna de las personas que atenderá a diario estará allí por placer. Sería más acertado decir que todas llegarán más bien fastidiosas. 

La Clínica Santa Isabel se alza sobre la Avenida Directorio, en el barrio porteño de Flores. Una fachada lujosa nos recibe: vidrios espejados, un amplio hall sobre un suelo que brilla sin descanso; el logo de la institución- un globo azul con una estrella- está empotrado contra una pared de madera clara. Al caer la noche encienden una luz que está dentro del globo, el efecto es encantador: lo baña todo en una palidez azulada. Por dentro, sin embargo, no todo será tan bonito.
Tenemos entonces dos certezas: el lugar es relativamente bueno y el humor de los clientes no lo es tanto. Aquí a los clientes se los llama pacientes, lo cual es a priori difícil de entender, no es la paciencia precisamente lo que los caracteriza. A los curiosos les ahorro la investigación: “paciente” es una deformación etimológica de “padeciente”. 
Disculpen la poca capacidad de focalización, decíamos que el lugar está bastante bueno y el humor de los pacientes es mas bien fiero.  Claro, una cosa lleva a la otra. Alguien se habrá dado cuenta de que el buen trato de la gente es inversamente proporcional al grado de lujo implícito en el lugar. Podríamos discutirlo, no será hoy, sin embargo porque el tema es el siguiente: en un trabajo como éste, de vez en cuando, hay días que te cambian la vida. Y fíjense si no es así, les prometo que, antes de terminar el relato, por mi rostro correrán lágrimas de sangre aunque a esta altura y en este contexto suene a misticismo pelotudo.
Llegué aquel día como llego siempre, observé lo cotidiano.
Los médicos son personajes heterogéneos que pueden clasificarse, a grandes rasgos, en dos grupos: los humanos (generalmente cálidos) y los que se creen dioses, sino allí está el cirujano ése que ante el “¿Cómo le va doctor?” de rigor contesta indefectiblemente “Acá ando, haciendo el trabajo de Dios” El fulano es, cómo negarlo, una eminencia. Cómo negar también que es un pobre tipo. Una vez un negro inmenso lo levantó del cogote a unos veinte centímetros del piso por no sé que problema con la atención de su mujer. Deberían haberlo visto, los zapatitos de gamuza le penduleaban desesperadamente al doctor-divinidad, le castañeaban los dientes ante la cara fea del negro. Poco le faltó para la paliza de su vida o para que el negro lo envíe de vuelta al Olimpo de una soberana patada en el culo. Mas tardé se lo escuchará contar una versión totalmente distorsionada de aquella escena en la que él ensaya un discurso digno de Stallone en una película de clase B. Ya decíamos, un pobre tipo.
La noche -recordemos, será de las que cambian la vida- transcurrió en relativa tranquilidad hasta alrededor de las 2 de la mañana. Ahí se da la primera complicación: Un gordo llega prácticamente arrastrado por sus amigos “Venimos de cenar” dice uno de los acompañantes “y ahora le duele mucho el pecho y no respira bien” agrega. Claro el señor hace caso omiso de sus casi setenta años, va y se atiborra de comida –alguien dirá horas después “morfó como un caballo”- supongamos que tomó también alcohol y que, en agradable clima amistoso, se rió en demasía. El diagnóstico no puede ser otro que IAM: Infarto Agudo del Miocardio, lo reconozco por el correr de los médicos, por el fraguar de sus herramientas, por ese beep agudo e intermitente al que se nos sujeta la vida.
Se muere, no se muere.
Se muere, no se muere.
Oscila sin saber de que lado caerá. De un lado te llevás los dos premios, uno ahora, el otro llegará algún día. Del otro lado es ese y, chau, se terminó.
Es válido contar que los amigos, excepción hecha de uno que esconde la cabeza entre las manos, están mirando la repetición de un partido de la Liga mexicana de fútbol, Fox Sports transmite esa basura a la madrugada. “Ese negrito la mueve” dice uno en referencia a un siete con gambeta endemoniada. “Uhhh si lo mete me muero” exclama otro luego de un tiro desde treinta metros.
Inoportuno, sin tacto, el que se muere es tu amigo. O casi. Saldrá sin embargo, esta vez no le toca. Pero casi, y la culpa es de la orgía de comida que se pegaron, no de un mexicano osado que patea desde cualquier parte a ver si emboca.
Pero para que el hombre zafe, para que decida morir otro día falta casi una hora. Todavía se pulsea con la parca, el gordito.
La segunda complicación, la que nos incumbe, llega unos diez minutos después. Solo, casi agachado se para tambaleante en el umbral de la entrada a la guardia. Lo primero que advierto son sus ojos: brillan violentamente, casi me hablan. Me piden ayuda. 
Me pongo de pie, el mostrador sólo me dejaba ver la cara del tipo. Pero ahora, parado, lo veo bien: está bañado en sangre. 
Aquí, un humano, uno simple y bastante cagón, se debate muchas cosas en un momento así. ¿Lo cargo como hacen con los soldados en las películas? No, querido esto no es Hollywood, miralo, está lleno de sangre. Podés contagiarte hepatitis o cualquier otra cosa. No lo toques.
Pero podés, también, contagiarte de culpa. Recordemos lo siguiente: Los dos médicos de guardia y el enfermero están luchando contra el Infarto. Quizás vayan perdiendo.
Dejalo morir boludo, y enfermate de culpa, dale. La culpa te va a ganar el cuerpo como una enredadera negra, va a llegarte hasta el corazón. Más vale morite de una hepatitis decente, de hombre con huevos. (Lo estoy llevando hasta el Shock Room, cuando me resigno a esto)
Lo que sigue es todo un griterío, no entiendo nada sinceramente, estoy con mi pobre alma girando como un trompo entre dos tipos que se están muriendo, con mi ignorancia medicinal a cuestas. Con mis ambiciones periodísticas estériles. 
Llega otro médico, bajó de terapia a socorrer el escándalo, le abre las ropas al ensangrentado: tres puñaladas. El tipo casi no respira. Jadeo, jadeo, jadeo. Le insertan un tubo y otro más. El médico me grita, pero no lo oigo, estoy como ido. “Ponele las manos así en el pecho” me llega de repente “Andrés, escuchame, el paciente se muere. Cuando yo te diga empuja con las dos palmas huecas, como bombeando” El tipo gorjea patéticamente. “Ahora. Uno, dos” dice el terapista.
Alguien lo hace, no soy yo por supuesto. Yo lo veo desde afuera, pero son mis manos. Es mi cuerpo el que está trabajando ahí. Todo gira. En algún momento el hombre respira, se estabiliza. 

Afuera, tres minutos después, lloro como nunca antes lo hice en mi vida. Las manos ensangrentadas. El reloj tiene costras secas entre los eslabones de la muñequera. En algún momento me toqué la cara y ahora lágrimas de sangre salobre me surcan el rostro –se los dije- El médico, Javier se llama aunque poco importe, me palmea la espalda. Jamás fumé pero acepto el rubio que me ofrece, lo prendo y es un asco: toso como un perro. Lo del cigarrillo fue una pendejada, un cliché de película. El héroe que fuma. Se ve que el tabaquismo no aplica a los pendejos cagones.

El tiempo pone casi dos semanas entre el apuñalado y el presente. Un té se enfría en la mesa en un día como cualquier otro. Del sector de internaciones baja un hombre, una señora lo ayuda; caminan despacio.
Es él, parece otra persona pero es él, nuestras miradas se cruzan. Suelto un "¿Cómo le va señor?" quizás demasiado enérgico, se habrá creado un vínculo, deduzco. Me regala un "buenas noches" seco, a la defensiva, sorprendido ante mi efusividad. ¿Acaso no se acuerda? Me miro las manos. Su actitud me parece una mierda. ¿Acaso no sabe quién soy? Si yo fui quién...
Paro, me interrumpo.
¿Caeré en la soberbia que, líneas atrás, critiqué?
Caigo, soy humano. Y, ahora lo descubro, soy también soberbio.
La actitud del tipo no es la que se debería tener con alguien que te salvó la vida. 

3 comentarios:

  1. tuve la suerte de leerlo antes y sigo pensando que es espectacular. ojalá, algún día, escriba como vos

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  2. Vanitas vanitatum omnia vanitas (*)
    Gran relato, Quincoses. Me ha gustado muchísimo.



    (*)«Vanidad de vanidades, todo es vanidad»

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  3. Sos un pelotudo. Te voy a matar algún día. Ricky

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