lunes, 5 de diciembre de 2011

Freak Show

-¡No te acerques tanto Benjamín! ¿Es que estás loco?- Gritó la señora, horrorizada, al ver a su pequeño hijo dirigirse en dirección a mi jaula.


Sin embargo, ese episodio ya había dejado de generar sensación alguna en mí; de hecho, la expresión que mostraba el rostro de la mujer con cabeza de cerdo, era tan trillada ante mis ojos como la suciedad que me rodea. Aquella obesa señora se acercó a mí para regalarme su más sincero gesto de asco: la parte izquierda del labio superior crispada hacia arriba, los ojos altivos y las fosas nasales dilatadas dándole, si cabe, una apariencia aún más porcina. Si tan solo ella pudiera verse: apretujada en ese vestido verde chillón, maquillada como uno de los tantos payasos que veo a diario, aquel grotesco espectáculo era coronado por un sombrero hongo raído, de pésimo gusto. 


Ni siquiera la odié. No lo merecía.
Soy el monstruo de Marrakech, es cierto que jamás he puesto un pie en dicha zona, pero alguien decidió que ese nombre me daba una apariencia aún más desagradable ¡como si hiciera alguna falta! Soy algo menos que una persona, soy un mutante, una aberración, un irrespetuoso sucedáneo de la raza humana. Soy, también, el hombre que buscan.
Nací hace algo más de veinte años, con tantas malformaciones como cabe imaginar. Seguramente mis padres (progenitores, padres es una palabra inmensa) supusieron que la deforme criatura concebida no podría vivir demasiado tiempo. Habrán logrado deducir que la sapiencia de la naturaleza no aplica en este caso, sobreviví y nada parece indicar que vaya a morir a corto plazo. La madre naturaleza decidió condenarme a vivir en una jaula, exhibido impunemente ante los morbosos ojos de la plebe – ¡Una moneda de cobre! – vociferan- ¡una pequeña moneda y verán al temible, al único, monstruo de Marrakech!-.
Inherentes de miseria, ignorantes. Despiadados. 
Transcurrí la mayor parte de mi vida en esta jaula, con estos vetustos barrotes como centinelas oxidados, durmiendo sobre una capa de polvo del grosor de un colchón – gris como mi concepción de justicia- con la impotencia convulsionando mi estómago segundo  a segundo como si tuviese una rata viva dentro mío, algo que me roe poco a poco, que contamina cada una de mis percepciones y me hace delirar, goteando por los poros libero esta fiebre de encierro. Las manos atenazan las rodillas y entre los dedos, el desprecio que ustedes me brindan supura en un odio amarillo, como pus.
Los únicos momentos en los cuales me siento a gusto, son aquellos en los que me entrego plenamente a la lectura. He aprendido a leer y a escribir por mi cuenta, uno de los cocineros me trae los libros, que le devuelvo junto al plato de la cena una vez los concluyo. Debe ser lo más parecido a un amigo que tendré jamás, presta atención  a cada cosa que me acerca, jamás un título repetido entre los cuatrocientos setenta y dos que me proveyó 
¿Pueden imaginarlo? El animal letrado, la bestia deforme bibliófila con mayor capacidad de discernimiento que la gran mayoría de ustedes. Pero ¿podrán imaginarlo ustedes?, hato de niños quejosos, gimoteadores profesionales de sus pequeñas desdichas, cómo es vivir –vivir, otra palabra grandilocuente para el caso- en una feria que recorre el país para que personas con diferentes acentos puedan estudiar cuidadosamente mi malformada anatomía. ¿Acaso no han oído los anuncios? Oh sí, estoy seguro de que lo hicieron: “La increíble y única feria de Mr Darahaim. Animales, monstruos, contorsionistas, malabaristas, payasos y enanos de todos los rincones del globo. Un espectáculo inigualable”  sí, estoy seguro de que la conocen. 
Yo vivo en esa feria.
Vivo en esta jaula rodeado de abusadores que convierten un manojo de desdichados en dinero, aquí donde los únicos detalles que ornamentan mi hábitat son restos de basura, cáscaras de frutas, insectos y unos grilletes –“No se preocupen señores el salvaje esta encadenado” - ciñendo mis muñecas como una burlona joyería barata.
Mi historia es un gran capítulo negro, mi pasado es hoy, la evolución es una variable cercana a cero.

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De todas formas, las peripecias del pasado se antojan insípidas ante la hipérbole sombra que arroja el acontecimiento que tendrá lugar esta noche.
En unas horas dejaré todo esto atrás, o al menos los incisivos filos, las cicatrices las arrastraré a mi previsible y prematura tumba. Esta noche me iré, la niña de ojos orientales ha cumplido su promesa y las presentes horas le sacan brillo, desdeñosas, a un escape que encausará más de un mañana. 
Pero estoy salteando escalones como un niño al salir del colegio. Volveré sobre lo andado,  pues no tengo apuro alguno, por vez primera el tiempo es mi leal socio.
Hace ya algunos meses, en otro día de pueriles visitas, captó mi atención una pareja. A primera vista se los podía asegurar extranjeros, ya sea por sus ropas extravagantes, ya por el tono ébano de su piel; pero  sin dudas el detalle más extraño de la escena era  la niña que los acompañaba: una pequeñita saltarina que lejos de parecer africana portaba unos delicados rasgos orientales; tenía la edad suficiente como para saber odiar pero la expresión serena de quien aún no la había hecho. Se movía con soltura devorando con curiosidad cada detalle. Después de varias vueltas, caminó hacia mí con paso decidido y se ubicó cual espectador en una vieja caja de frutas a metros de mi jaula.  Sus ojos, como suaves ranuras, transmitían un sentimiento diferente del miedo y del asco que constituían mi moneda corriente, su expresión me hacía difícil descifrar que tipo de emociones le despertaba mi presencia.
Al fin tras un breve preludio, disparó:
- Hola - dijo sin más.- Tú no eres un monstruo como los de los cuentos, no me das miedo. ¿Cómo te llamas?- preguntó.
La deformidad que me aqueja me restringe el habla por completo, entonces intenté transmitirle, con un gesto, mi agradecimiento por aquel saludo. Busqué a tientas un pedazo de papel y al fin logré escribirle mi nombre en un recorte de hoja sucia. Ella me confío el suyo y me hizo confidente de la historia de su corta vida. Así, en unos pocos minutos, supe que había sido adoptada, que nunca supo nada de sus padres biológicos, que le gustaba el olor a vainilla y que podía hablar en tres idiomas. Cada palabra de la niña era como una caricia y deseé en una locura egoísta que la encerraran junto a mí, que no pudiera irse jamás. Viajaba en sus palabras como en un sueño y a través de ellas conocí verdes valles, jugué junto a ella a explorar los tejados de su hogar en donde guardaba su colección de piedras con formas extrañas, tomamos té de frutos silvestres en la inmensa sala de su casa, conocí a Bandido, el gato atigrado que se convertía en feroz león durante las noches de miedo. Por primera vez experimenté una sensación de felicidad, estaba hechizado con su relato, percibía cada enunciado de aquella voz cantarina como dogmático.
Al fin tuvo que irse, pero prometió volver a diario.
Y cumplió con su palabra. Descubrí en aquella niña un árbol de historias deliciosas, una fuente de vida infinita; cada tarde monologaba para mí un relato que se me antojaba exquisito. Pronto se acostumbraron a verla por aquellos lados y su gracia innata ganó el beneficio de todos, transcurrieron semanas y la niña se convirtió en uno más de nosotros.
Así fue hasta que hace dos días llegó llorando. Entre hipidos, me confesó que estaba cansada de sus compañeros de colegio que se burlaban de su naturaleza oriental, de sus ojos extraños. Fue un impacto instantáneo, nuestras miradas se encontraron en mutua comprensión y, por primera vez, se acercó hasta que sólo nos separaban los gruesos barrotes de mi jaula; sus pequeñas manos recorrieron mis cadenas.
- Voy a liberarte- exclamó.- Ya lo he pensado todo.
Un golpe de sangre en mi estómago me sacudió violentamente, la niña me soltó y se despidió por aquel día. Hasta ese entonces no sabía lo que era estar solo.

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Esta mañana ha vuelto, la vi encaminarse hacia mí y saludar a cada miembro de la compañía a medida que los cruzaba. Se sentó donde siempre y habló con la verborragia acostumbrada. Ni una sola mención a sus últimas palabras del día anterior. Simplemente comenzó a monologarme mientras comía unas galletas que había traído en una canasta de latón.
Así, cuando empezaba a creer que había sido una jugada de mi imaginación, ocurrió: la niña palideció casi hasta la transparencia y comenzó a convulsivar en violentas arcadas y furiosos vómitos. Tras algunos segundos, dos miembros del staff circense repararon en ella y se la llevaron entre gritos de alarma. Yo quedé preocupado, pero a nadie le importaba, jamás sospeché lo que en realidad  estaba sucediendo. Alrededor de media hora después llegaron sus padres, visiblemente conmocionados y al rato se llevaban a la niña envuelta en una manta de terciopelo, pálida y demacrada. Ante una seña de la pequeña, se detuvieron junto a mi jaula para que ella pudiera recoger su canasta y el resto de sus pertenencias. 
La niña se detuvo junto a mi jaula y me miró con los ojos llenos de despedidas, me regaló una instantánea que jamás voy a olvidar justo antes de estirar su mano y soltar su pequeño pañuelo dentro de mi habitáculo. 
Creo que a estas alturas no necesito decirles que es lo que el pañuelo envolvía.

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Las llaves de este confinamiento laten entre mis harapos en un bombeo casi audible. No he resistido probarlas, abren perfectamente. Tantos años de reclusión forjados en estos pocos centímetros de metal, tanta miseria amalgamada rompiendo olvidos entre mis dedos y una ilusión a cuentagotas que degenera mis sentidos como opio.
Sufro.
Aguardo.
“Tememos a lo que desconocemos” dijo alguien, y ahora lo comprendo, un mundo desconocido me susurra al oído que me espera; paciente, satisfecho, tranquilo como una partida de caza que- victoriosa- sólo mata por placer. La noche es un gran abismo vertical que me absorbe a dentelladas frías.

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El poco movimiento circundante me indica que ya es tiempo, deslizo mi mano a mis bolsillos asiendo mi libertad con garras de cuervo. Voy a salir.
He decidido dejar estas líneas, no sólo como endecha de libertad, sino para que puedan ver desde mis ojos y entenderme, quizás uno de cada diez lo logre y no me tema. Quiero dejar sentado que no soy peligroso, el único crimen que ensuciará mis manos ya estará cometido para cuando lean estas palabras. Porque estoy decido a hacerlo, voy a dibujar una roja y definitiva sonrisa en el cuello de Mr. Darahaim, uniré sus orejas con una fina línea de muerte, pero ya no más; crean en mí cuando digo que no volveré a lastimar a nadie.
De todas formas no soy ingenuo, sé que van a buscarme, estoy seguro de que habrá hordas de paladines de la burlona sociedad dispuestos a salir a la caza del temible monstruo.
Así que, a esos justicieros de la injusticia, a esos que vienen por mí: disparen, apunten al pecho, al fin sabré si estuve vivo.


6 comentarios:

  1. …tan ínfima puede ser la vida de un desdichado, que necesita del abandono para saber que estuvo solo, que necesita de la Muerte para saber que estuvo vivo, que necesita lo que nadie quiere para tener aunque sea algo? ¿qué es en definitiva, ser un monstruo?
    Mis saludos!

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  2. ¿Como pedirle que huyera y nada más? No seria el monstruo de Marrakesh si no consumara esa exquisita venganza para, aunque sea en un instante sentirse vivo. Muy bueno.

    Saludos!

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  3. La bestia letrada... fenomenal relato señor!
    ¿Como va la venta de libros?

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  4. Qué maravilla de relato. Como me gustaría escribir asi, mi viejo!!!

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  5. La diatriba del cierre está muy lograda, really. Tal vez hubiese dejado para el clímax el hecho de matar al Mr, como preludio de un final abrupto.
    Che, son muy buenos viajes venir a leert
    Salud

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  6. Sus comentarios, observaciones y consejos me ofrecen una riqueza que no se encuentra en los libros.
    Les agradezco de corazón que pasen a leer.

    Muchas gracias.

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