sábado, 19 de noviembre de 2011

In Memoriam


(Este cuento forma parte de Fiebre de encierro. Es, probablemente, mi preferido entre todos los que componen mi primer libro)

Un acre olor a tabaco y alquitrán señoreaba la casa una vez más, resultaba imposible no reparar en él, ardía en el ambiente.
 –Apaga de una vez esa cosa- gritó la gallega desde la cocina, aunque no obtuvo respuesta –pst, viejo mañoso- agregó.
La escena era cotidiana. Si miraba hacia atrás, la mujer no recordaba un solo día desprovisto de peleas contra su marido y su vicio de fumador.
 –Enrique, joder ¡que apagues esa chimenea de veneno! ¡Eres un grano en el culo, hombre!- le espetó aunque sabía que él había jurado no responder nunca más cuando ella empezara con su perorata antitabaco. La gallega sonrió de costado, resignada, aún enamorada.
La mujer se movía de memoria en la cocina, los brazos de los cuales colgaban bolsas de piel arrugada se extendían a destinos harto conocidos sin necesidad de la luz de los ojos: la sal había estado allí desde hace mucho, la pimienta esperaba donde siempre, el tomillo...bueno el tomillo se había terminado, Enrique -asiduo consumidor de aquel condimento- se iba a cabrear un poco.
Los hábiles dedos longevos hicieron llover filosos y azules latigazos sobre el diente de ajo reduciéndolo a delgadas láminas diáfanas que se desintegrarían en el aceite; el tablón de cocina era un espejo marrón y cruel, lleno de cicatrices. La anciana limpió sus manos en el borde del delantal otrora blanco -hoy de un sepia que parecía contagioso- y caminó hasta la silla más próxima en la cual descansó sus pesados setenta y cuatro años.
Acaso el ruido del aceite sobre el fuego –una garúa en miniatura- acaso una melancolía que se vuelve inherente a los seres de determinadas edades, la gallega recordó una tarde especial y lluviosa en una Buenos Aires más cuerda y productiva: la de mitad del siglo pasado. Ella, María Angélica Landázuri era “la recadista”, como la llamaba su padre, en el almacén que la familia supo ubicar siete años atrás cuando el grupo llegó desde España con los bolsillos llenos de ilusiones y las manos sedientas de trabajo. Su empleo era simple: llevaba a domicilio aquellas canastas cuyo peso era adecuado para una muchacha de veintidós años. Y la memoria suele tener gatillos sensoriales implacables; al recordar el antiguo negocio casi pudo oler aquel aroma mezcla de embutidos, artículos de limpieza y algo de encierro. Sí,  ahora lo veía todo otra vez: el local con sus grandes latas de galletas y con aquella vieja heladera cuyo motor zumbaba como un insecto inmenso.
Pero recrear el escenario le traía también el recuerdo de su padre. ¿Cómo vislumbrar el blanco mostrador de madera sin su figura detrás? El gesto duro, buen presagio del hombre que lo portaba, las pesadas cejas que casi se unían en el puente de la nariz, los ojos astutos asomando unos centímetros por encima de los anteojos. Su padre tomaba forma entre éstos y otros miles de detalles que se fundían al volver la vista atrás hasta perderse enredados en la verbena de su infancia. Pero no son sus recuerdos de figura paterna lo que nos interesa. Otorguémosle a la mujer, al menos, esa privacidad y vayamos a lo que nos convoca: la primera vez que vio a Enrique.
Aquella tarde la chica volvía de la casa de uno de los mejores clientes del negocio cuando el cielo decidió estallar en una lluvia violenta y fría; no hubo un centímetro de aquel vestido blanco y rojo que usaba casi a diario que no se empapara al instante y al llegar al local la muchacha era...
- Vaya, si eres un ángel que se ha escapado de una fuente vaticana- dijo el desconocido con evidente tono ibérico. Le dedicó una sonrisa encantadora.
- ¿Se sirve algo más señor?- cortó el padre de la muchacha- María ve a secarte, estas hecha unas sopas y apura, que te necesito- dijo el viejo más para marcar límites que debido a una necesidad real. El desconocido no apartó la mirada de la chica hasta que se perdió en las sombras del pasillo. Era una construcción típica de aquel entonces: un local en la parte frontal de la vivienda y un angosto corredor que conducía a la casa.
El joven Enrique Ortiz era guapo, -carajo, si que lo era- murmuró la anciana sonriendo. La primera vez que lo vio fue como si un gancho tirara de su vientre hacia abajo a tiempo que el rubor le escocía el rostro en un hormigueo inédito. De existir un récord mundial de cambio de ropas María lo batió cómodamente aquella tarde, saltando de la mojada tela y cayendo en su mejor vestido negro -el de domingo-. En el apuro una costura cedió en su resistencia eyectando uno de los botones que golpeó el techo con un chasquido y cayó sobre el suelo de madera, rodando, perdiéndose en algún ignoto rincón. Se puso unas sandalias sin calzarlas, las pisó para no perder tiempo y corrió hasta el local. El resto fue todo un desastre: en la carrera perdió apoyo con uno de sus pies y cayó hacia delante. La muñeca que amortiguó el golpe terminó quebrada.
Diez días después cuando volvió a dejarse ver por el local, ya con el brazo enyesado, la sorprendió el gesto de su padre cuando le señaló la puerta diciendo – Ese infeliz ha venido cada día desde tu accidente, o vais a hablarle o iré yo, bien sabes que le zurraré – María vislumbró a través de la vidriera una criatura que parecía ser un ramo de flores gigante con un par de pies asomando por debajo. Una vez fuera, las flores descendieron para dejar al descubierto aquel rostro cuadrado y hermoso. Los ojos la recorrieron con adoración – tenía una de sus pestañas torcidas- luego llegó la sonrisa, ésa que le había valido una fractura.
Hoy, más de medio siglo después, la mujer recorrió una vez más la pálida cicatriz de su muñeca con la yema del dedo.


Omar sostenía un brote tierno entre el pulgar y el índice, emparedaba fragilidad entre rudeza, aunque lejos estaba de dañar con sus dedos callosos aquella planta de tan sólo  dos semanas de existencia. Si tuvo alguna vez una certeza en su vida era ésta: amaba su trabajo; sus aptitudes se ajustaban tan bien a la jardinería que no lograba imaginarse haciendo otra cosa. Omar era paciente, las plantas crecían tranquilamente bajo sus palmas de surcos terrosos, las miraba con orgullo consciente de que aquella sensación era lo más parecido a ser madre que un hombre podía experimentar jamás. Poseía además una perseverancia ejemplar, podía pasarse la vida jugando con aquello de prueba y error. Lo tenía todo para ser jardinero y, puesto que era analfabeto, se consideraba afortunado de poder trabajar en algo que lo apasionara tanto.
El hombre dio un paso atrás para observar mejor su obra: el jardín de la gallega. Ah, ni siquiera un parnaso completo podría con su mejor esfuerzo lograr la descripción adecuada para aquella parcela convexa de césped, sus flores desafiaban la escala cromática haciéndola quedar pobre.
Pero hasta los artistas sufren el hambre y, lo que sea que la gallega estaba fraguando en la sartén emanaba un aroma embriagador. Omar desvió los ojos del jardín e intentó identificar el efluvio preguntándose con qué se iba a deleitar hoy su estómago.


El aceite le chistó a la gallega como para recordarle su presencia, la mujer se puso de pie y se acercó a la sartén con los ojos perdidos entre sus recuerdos. Una vez que el torrente de la memoria de María comenzaba a traer imágenes se hacía imposible pararlo. Hizo un repaso, un racconto en cámara rápida de sus días. Recordó su casamiento y su noche de bodas (no podía olvidar que la transitó entre vómitos) al ver aquel estado, Enrique le echó la culpa a la torta ¿Quién iba a sospechar que aquellos eran los primeros síntomas de su embarazo? Francisco llegaría a sus vidas algunos meses después; aquel era otro capítulo extenso y tan cargado de amor que le agobiaba el corazón.
– ¿Te acuerdas de aquella vez en que el niño…? – se dirigió a su marido al recordar una travesura del pequeño pero las palabras se extinguieron en un gorjeo patético, una profunda emoción le estrangulaba la garganta, ahogándola, las lágrimas se citaron veloces en los ojos desteñidos. - Soy una vieja boba – gimoteó.
La baraja de imágenes siguió rodando en su cabeza, la mujer pudo ver momentos felices y otros no tanto. Pero había algo en el fondo, una alarma de un rojo obsceno manchaba el blanco de sus pensamientos aunque no lograba identificar de dónde provenía aquello exactamente. Había un grito desgarrador, fuera de contexto. Cerró los ojos intentando recordar ¿Qué es lo que se escondía allí que le producía esa extraña sensación? ¿Se estaba olvidando de algo? Entonces la baraja se detuvo, la instantánea era inconfundible.


Afuera, en el jardín, Omar sentía la tensión en cada uno de los músculos de su brazo al cargar la pesada regadera de latón que se alivianaba conforme el precioso fluido se esparcía entre las plantas. Inclinó la herramienta una vez más, el Sol le arrancaba fuertes brillos que herían la vista.
Para esta altura, su parte media era una sinfonía de rugidos “Puta me comería un caballo” se dijo a si mismo y rió. Fue cuando entonces le pareció oír un grito proveniente de la cocina. Aguzó el oído: Percibió el canto de unos pájaros, una cigarra en el fondo, había también un motor lejano y una abeja zumbante describiendo círculos no muy lejos de allí. Se encogió de hombros y resolvió que se lo había imaginado. Entonces la oyó otra vez; reconoció el nombre articulado, por supuesto, aunque ya no tenía sentido gritarlo. Se acercó hasta la ventana y lo que vio le justificó incluso romper la puerta de una patada cuando, a causa de los nervios, descubrió que no encontraba las llaves.


La gallega se tambaleó y la cocina con ella, la realidad lindante perdió sus aristas en un borrón nervioso. – ¡Enrique! – llamó y sus palabras reverberaron en el pasillo como fantasmas.    Perdió el equilibrio, un gancho de carne marchita se asió al borde de una silla; el aire circundante se negaba a dejarse respirar. Una de sus rodillas impactó el suelo sonoramente pero la mujer no sintió nada, se encontraba en un paisaje en el cual el dolor físico no tenía hegemonía.
Al crecer el cuerpo la memoria muta, se balancea alejándose del recuerdo por el recuerdo mismo. Se vuelve subjetiva, la memoria. Toma para algunos la forma de un marco que encuadra postales felices –aunque no lo hayan sido tanto- generando una melancolía constante; para otros adquiere tonos épicos: se sobredimensionan los momentos, los protagonistas. Uno recuerda lo que quisiera recordar.
Pero estas líneas nos hablan de un tipo de memoria más peligrosa y menos común, quizás más piadosa sin embargo: la memoria selectiva. Aquí el individuo es capaz de recordar detalles banales e intrascendentes, una pestaña torcida en un rostro amado, por ejemplo. En contraposición es capaz de olvidar ese mismo rostro frío, marchito y maquillado con las galas definitivas de la muerte. Las manos en cruz sobre el pecho, al navío listo para el gran viaje.
- Enrique, por favor – volvió a gritar la anciana, pero no recibió respuesta. Había pasado casi un año desde que Enrique Ortiz había dejado de contestarle al Mundo. Ahora, ella lo sabía, lo estaba viendo en su memoria.
Unos brazos fuertes envolvieron a la anciana, el leguaje físico no admitía errores: el contacto era protector, Enrique había vuelto.
Omar sujetó a María con delicadeza pero firmemente, brindándole seguridad. La encaminó hacia la sala y la depositó en el sillón, el mueble exhaló un suspiro con olor a naftalina al recibir el peso del cuerpo. Lloraba Doña María y se aferraba a los hombros del jardinero con desesperación, como si fuese a caer en un abismo si perdiese el agarre. Y así era, claro que él no lo sabía.
Una vez sentada, la mujer acunó el rostro de Omar entre las manos marchitas, lo miraba con adoración. – Enrique – le decía –hola viejito- un líquido espeso mezcla de lágrimas y moco incoloro creaba puentes flexibles entre los labios al hablar – te extraño, viejito- susurraba con los ojos desenfocados. Así pasaron los minutos, la gallega redujo el contacto a unas caricias en las manos – te extraño- siguió repitiendo hasta quedarse dormida. El jardinero entendió la situación de inmediato y abrazó a la anciana con el genuino cariño que genera la piedad. Una mano en la espalda la otra entre las manos de ella, como tantas veces viera hacerlo al hombre que le dio trabajo veinte años atrás, al señor de las zetas sibilantes. Con aquel cuerpo viejo y tembloroso entre sus brazos, perdió la mirada por la ventana: afuera una bandada de pájaros venía planeando en prolija formación, uno de ellos se desprendió cortando tranquilamente el cielo turquesa del mediodía, describió un grácil bucle e inició un descenso seguro. Tan seguro como que el camino de dos compañeros debería converger en el mismo punto.





1 comentario:

  1. Puta, que me has emocionado! Si hasta tengo ganas de abrazarla yo mismo a la vieja!

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